viernes, diciembre 08, 2006

Capítulo 18: Última sesión

Última sesión.



Cuando llegamos, Óliver no me permitió sacar el dinero. Yo me sentía muy incómoda por la manera que estaba teniendo de comportarme, tan egoísta.
Bajamos del taxi, que paró en la acera del Boulevard, y me despedí de Óliver antes de que cruzara la carretera y se metiera en el bar.
- Deséame suerte. – Le dije.
- No hará falta, confío en que todo saldrá bien.
Me dio un beso en la mejilla y se fue.
Miré la puerta del Boulevard, levanté la cabeza y eché un vistazo rápido a todo el edificio de abajo a arriba y de arriba abajo, suspiré y entré en aquel frío portal para subir, o bajar, en el ascensor. Y es que fue ese día cuando me di cuenta de que no sabía qué rumbo seguían los ascensores, ya que sólo albergaban un botón sin información de ningún tipo, sólo un pequeño botón rojo y redondo en cada ascensor, y una vez dentro no era capaz de adivinar si subían o bajaban. Si bien el ascensor del portal tardaba un poco hasta que llegaba a lo que yo denominaba supermercado, el ascensor seis no me daba tiempo a saber si quiera si se movía. Podía bajar o subir a velocidades inimaginables sin darme ni cuenta. No tenía otra opción: no había escaleras, y los ascensores sólo te permitían llegar a un lugar, al que te llevara el único botón rojo. Estos pensamientos me provocaron un sentimiento de impotencia aterradora, al percatarme de que no tenía ningún control en aquel lugar, que sólo hacía lo que me permitían hacer.
En el supermercado ya no había tanta gente como antes, y Vera, ordenando la multitud de papeles que se le amontaban en el antiguo mostrador de madera, me miró extrañada:
- ¿Otra vez aquí? Creí que era una sesión por día.
- Sí, es que hoy es mi último día aquí, vengo sólo a que me digan la conclusión a la que han llegado tras estas cuatro sesiones.
A pesar de mi explicación, Vera seguía con cara de interrogación. Pasé de ella y me metí al ascensor seis. Estaba muy nerviosa, me sudaban las manos, el corazón me latía a una velocidad desmesurada y notaba que mi cabeza daba vueltas, a punto de marearme.
- Bienvenida, Nístrim. – Hugo, el hombre que en la
primera sesión desafió inintencionadamente a la mujer de la humillación sentimental, al analizar el por qué de mi afición de realizar dibujos surrealistas, estaba cerca de la pizarra, que ese día estaba repleta de escritos, a rebosar de palabras sueltas sin ninguna coherencia, sentado en una silla grande y aparentemente confortable, frente al resto de personas que, como cada día, estaban tras una gran mesa curva de madera, vestidos de negro y escribiendo sin cesar sobre folios desordenados.
Yo, tal y como hice los anteriores días, me senté a una distancia más o menos equitativa entre el entrevistador y los estudiantes de periodismo, con la silla mirando hacia el primero.
- Nos ha llamado mucho la atención la forma en la que te has comportado antes, Nístrim. Bien es cierto que el precio a pagar si la terapia no alcanza buenos resultados es muy elevado por así decirlo, pero no creo que haya motivos suficientes para querer terminar con esto tan pronto, teniendo en cuenta, además, que ibas bastante bien; al menos yo he logrado apreciar una satisfactoria evolución a lo largo de las sesiones. Pero si lo que tú deseas es una evaluación anticipada, así sea. – Hizo una
pausa y me miró a los ojos esperando que yo dijera algo. Supongo que, tras decir aquello, esperaba que yo reculara y quisiera seguir a mi ritmo hasta que ellos vieran necesario dar las sesiones por terminadas, pero yo no dije nada. No esperaba decir nada entonces, sólo había ido a escuchar.
- Está bien, Nístrim. – Siguió diciendo. – Durante estos días, desde que vinieras a nosotros el pasado miércoles, hemos visto en ti a una chica liberal, como tú misma te has denominado en repetidas veces, una chica feminista y, aunque no lo quieras admitir, una joven enamorada.-
Volvió a parar. Le notaba más o menos inseguro, como si no consiguiera expresar adecuadamente todo aquello que debía decir. Y continuó con su diagnóstico:
- Vale... Llega el lunes. Una vez más, como cada comienzo de semana, vuelves a ser tú. La chica que no gusta a nadie, la chica que eres tú. Una vez hablaste de lo triste que era avergonzarse de uno mismo, que es exactamente lo que haces tú. Como en la película La Máscara, (te pongo como ejemplo una película, ya que he podido apreciar que eso te gusta), sólo te sientes bien contigo misma cuando ocultas ese tú ordinario y sacas a la luz tu lado más desinhibido. Jim Carrey utilizaba una mascara mágica, tú te refugias en el alcohol.
La vida va pasando, eres joven pero... Pero tienes miedo a la soledad, un miedo angustioso a un futuro incierto. Y parte de esa soledad se ve causada por tu culpa, porque no logras exteriorizar tus sentimientos, esos que tanto duelen cuando están ocultos, internos...
Pero te contradices a ti misma. Tú deseas no quedarte sola el resto de tu vida, pero también temes al compromiso, por lo que también descartas la opción de vivir en pareja.
Cuando te enrollaste con el tercer chico, tu relación con el otro ya estaba más definida y, por eso, soñaste aquello del río. En el sueño resbalas y caes al río, lo que supone un aviso de cambios y que algo debe hacerse para que no ocurran. Te sentías insegura y el mismo sueño te advirtió sobre el error que habías cometido, ya que lo que hiciste podía radicar en el final de tu historia con aquel otro chico, al que realmente querías. Te reconocías sucia por aquello, pero, a la vez, el color verde de la serpiente que te dañó la mano, un simbólico indicio de pérdidas, te proporcionó seguridad en ti misma. ¡La misma serpiente que te dañó la mano indicándote pérdidas!
Ahora bien, en tu vida real, cuando viste a aquel chico besar a otra, sentiste una gran necesidad por llorar, pero no porque te entristeciera realmente, más bien porque no estabas segura de la relación que mantenías tú con él, era algo incierto, un sentimiento inseguro hacia él, y no veías que eso te llevara a alguna parte y si te llevaba, no era precisamente hacia donde tú realmente querías llegar. Aunque le querías, necesitabas deshacerte de todo aquello que no te permitiera seguir adelante, y por eso llorabas, porque no querías ni podías seguir así; no querías tener que sufrir por él, perder el tiempo sufriendo por alguien que te acababa de demostrar que no valía lo más mínimo.

Más tarde, cuando te liaste con su amigo, los sueños quisieron advertirte una vez más: Esta vez, dado que tú ya habías descubierto que él quería a otra mujer, no sentías culpabilidad ni remordimientos, ya que el color amarillo de la serpiente alude al optimismo, la creatividad y la sexualidad más positiva. No obstante, y tal y como dice la plata, ese chico con el cual te enrollaste, no era más que un logro efímero que radicaría en pérdidas.
Cuando soñaste que te manchabas de barro tu ropa blanca, estabas siendo testigo del final de tu inocencia, pues el blanco, a parte de ser un color que se da a menudo en los sueños de personas creativas, es el color de la niñez.
El sueño del castillo es uno de los más interesantes. En él apareces tú en tus tres vertientes: la chica reservada, la chica sensible y la chica lujuriosa. Este sueño resulta extraño porque, si analizamos los símbolos que en él aparecen, se contradice todo lo antepuesto, todo lo que dijeran los anteriores sueños. En primer lugar, el castillo oscuro indica pena y descenso, y el desahogo sexual en el ámbito onírico simboliza represión en la realidad.
También te has visto tirando plátanos a aquel chico y su nueva novia.
El plátano es símbolo del momento oportuno, ya que no aprovecharlo equivale a tener que presenciar y lamentar sus nefastas consecuencias. Después, vas desesperada hacia un supermercado, porque crees que mereces ser escuchada y consolada por algún cliente; aunque eso no es así, la chica que aparece en tu sueño como cliente no quiere escucharte. Tal vez porque realmente no te lo merezcas, pues la culpable de tu situación has sido tú.
Tú, desde el principio, has sido la que lo ha estropeado todo, yéndote con otros chicos, haciéndote la dura... Como tú bien has dicho en otras sesiones, la imagen de liberal que todos tenían de ti, de la que tú decías enorgullecerte, te impedía arrepentirte de todo eso e incluso decías que te gustaba. Pero no era así, dentro de ti estabas mal, sentías que lo estabas perdiendo, que estabas perdiendo a la única persona a la que habías amado, al único por el que llegaste a sentir algo más que encuentros esporádicos en noches de alcohol y sexo. –
Seguí callada, aunque ahora mi situación era más bien catatonia. Todos allí esperaban que yo dijera algo, me lo pedían con la mirada, pero yo no estaba por la labor. Yo sólo deseaba salir de allí e ir a toda prisa al hospital, no dejaba de preguntarme por el estado de Carol. Ella estaba allí, sola, entre la vida y la muerte mientras yo escuchaba una charla al más puro estilo Jung. Las palabras de Hugo me habían dejado anonadada y, lo peor de todo, me hicieron plantearme si todo aquello era cierto, ¿en verdad yo era así? ¿De veras mi desquicie radicaba esencialmente de mi orgullo y de la vergüenza que sentía hacia mi persona? Y lo más triste es que mi subconsciente me había estado advirtiendo de mis errores durante todo ese tiempo y yo no me había dado cuenta.
Ellos seguían mirándome, callados e impacientes.
- ¿Y bien? – Pregunté, rompiendo el silencio.
- Y bien ¿qué? – Me preguntó la de la humillación sentimental.
- Dijisteis que si esto no marchaba bien, moriría. Creo que tengo derecho a saber mi veredicto... Vamos, digo yo.
- ¿Pero es que no vas a decir nada?
- ¿Para qué? Supongo que, en el fondo, he sido consciente de todo eso en todo momento. Miren, yo debo irme, tengo a una amiga en el hospital debatiéndose entre la vida y la muerte. Ya he hecho mal yéndome de allí para estar aquí, déjenme recompensárselo volviendo.
¿Demasiado borde? Me daba igual, yo sólo deseaba salir de aquel claustrofóbico lugar sin ventanas y con demasiada gente.
La chica del sexo se dirigió al monitor e imprimió todas y cada una de las páginas que constituían mi intimidad más profunda y las sesiones de los últimos días. Una vez la computadora terminó de vomitar aquel fajo de papeles en tono ocre, la chica se dirigió hacia mí y, sin decir nada, me lo dio. Al poco, la puerta del ascensor se abrió sola.
Salí corriendo de allí, en el supermercado ni siquiera me despedí de Vera y crucé las puertas del portal a gran velocidad.
Óliver me estaba esperando allí. Le saludé con un abrazo ni muy efusivo ni muy frío y le mostré los papeles que llevaba en la mano, con un movimiento de muñeca. Él me sonrió y, llevándose el móvil a la oreja, me dijo que iba a llamar a un taxi para ir al hospital.
- Todo ha sido muy diferente a lo que yo me imaginaba. Demasiado fácil. – Le dije a Óliver, una vez dentro del vehículo.
- Ha sido fácil para ti, que has sido capaz de expresarlo todo. Mucha gente no puede “abrirse” tan fácilmente...
Me senté en el bordillo de la acera y, con la cabeza hincada en mis rodillas, observé el trayecto de una cucaracha que intentaba cruzar la carretera. Los coches pasaban, pero ella los esquivaba, a pesar de que la velocidad que llevaban dejaba a su paso una nube de humo y aire que obligaba al pobre insecto a retroceder. Cuando ya iba casi por la mitad del primer carril, la rueda de un enorme autobús pasó por encima suyo, aplastándola de una manera salvaje y repugnante a la vez.
De mi boca salió una exclamación ahogada.
- ¿Te ocurre algo? – Me preguntó Óliver. Levanté la cabeza para verle y le dije que no.
En la carretera seguía el cuerpo de la cucaracha, totalmente aplastado y cubierto de los asquerosos fluidos que salían de su interior. Me pregunté por qué la indefensa cucaracha quiso arriesgar su vida. ¿Tan importante era lo que había al otro lado para poner su vida en peligro? Fuese lo que fuese, el caso es que ella nunca lograría realizar aquello que quería, encontrar aquello que buscaba.
Otro coche terminó de aplastarla antes de parar delante nuestro.
- ¡Nístrim! Levántate, ya ha llegado el taxi.

2 cafés:

Anónimo dijo...

ok señorita Clon... el que sigue??? please...

Anónimo dijo...

Renato,Renato, tu nombre me tiene anodadado.

Quiero chicha!!!O voy a tener que epezar a leerme esa cosa con titulos.

Bonifacio S.Guay