Adriana
(no confundir con Nístrim)
(no confundir con Nístrim)
Supongo que con la soledad me ha ocurrido aquello que les pasa a algunos cautivos con sus captores: Síndrome de Estocolmo.
No puedo estar sola, pero tampoco soporto demasiado bien la compañía.
Empecé a escribir tonterías a los cinco años. Cuando aprendí a escuchar.
Nos suele pasar a menudo: escuchamos una canción por primera vez, nos gusta y sólo somos capaces de recordar frases sueltas. Las recordamos como si fueran de esa clase de sueños transparentes, imposibles de ordenar lógicamente y que, al intentarlo, corremos el riesgo de inventarnos partes del mismo, creando entonces otro sueño, más o menos irreal.
Creamos canciones improvisadas a partir de otras ya creadas. Creamos literatura improvisada, sueños improvisados. Todos somos dadaístas, habitantes poco creativos de un ready made bastante absurdo.
Yo empecé a escribir tonterías por allí por el año mil novecientos noventa y tres, cuando empecé a tener un poco de conciencia musical gracias a la radio y los programas de video clips que había en televisión. A partir de ahí comencé a escribir cosas ilógicas, mezclando pensamientos y frases de canciones; palabras cuyo significado ignoraba pero que, por alguna razón, se encontraban dentro de mi mente y deseaban salir.
Representaba, primero con algo a lo que llaman “amigos imaginarios” y más tarde con las “Barbies”, los sueños que había tenido la noche anterior, pero no sabía, ni me interesaba, interpretarlos.
Ser hija única te lleva a buscar entretenimiento con cualquier cosa.
A los trece años, en verano de dos mil uno, a raíz de leer “Mi gato Angus, el primer morreo y el plasta de mi padre” de Louise Rennison, decidí escribir mi primer diario: “El chamizo de las J.B” (21-07/12-09-01). Faltas de ortografía, redacción pobre y simple y una historia superficial, basada en mis superficiales vivencias en el superficial pueblo de Baños de río Tobía (representado en “El movimiento de la lagartija” como Vetusta, en memoria de la hipócrita ciudad de Clarín.)
Todo aquel amigo mío que ha leído “La soledad del café” me ha dicho: “Nístrim eres tú”. No, Nístrim en todo caso sería mi caricatura, pero no. Nístrim nació para que me resultara más sencillo encontrarme conmigo misma.
Así que decidí escribir “El movimiento de la lagartija”, que no es más que mi inexistente catorceavo diario. Decidí fundir a Adriana y a Nístrim en un mismo personaje y sustituir a los verdaderos personajes de mi diario por otros ficticios o fundirlos con los personajes de “La soledad del café. De esta manera mi vida se convierte en una novela de ficción. O, simplemente, dejo de existir para convertirme en esa inconformista y amargada Nístrim. En esa egoísta, solitaria e indecisa Nístrim que ni siquiera es capaz de averiguar de quién está enamorada, si están enamorada de ella, ni qué piensan de ella. Además, temiendo que alguien llegue a conocerla mejor de lo que se conoce a sí misma (porque, definitivamente, ella no sabe quién es) desaparece en el momento justo en que deja entrever algo de sí. Una lágrima es la culpable de que Javier no la vuelva a ver.
Y la gran desazón de la protagonista es averiguar cuál es el maldito calificativo que le asignó Javier. ¿Cómo la vio él? Tal vez la esencia de su personalidad esté en ese adjetivo que él jamás le quiso desvelar.
Así que decidí escribir “El movimiento de la lagartija”, que no es más que mi inexistente catorceavo diario. Decidí fundir a Adriana y a Nístrim en un mismo personaje y sustituir a los verdaderos personajes de mi diario por otros ficticios o fundirlos con los personajes de “La soledad del café. De esta manera mi vida se convierte en una novela de ficción. O, simplemente, dejo de existir para convertirme en esa inconformista y amargada Nístrim. En esa egoísta, solitaria e indecisa Nístrim que ni siquiera es capaz de averiguar de quién está enamorada, si están enamorada de ella, ni qué piensan de ella. Además, temiendo que alguien llegue a conocerla mejor de lo que se conoce a sí misma (porque, definitivamente, ella no sabe quién es) desaparece en el momento justo en que deja entrever algo de sí. Una lágrima es la culpable de que Javier no la vuelva a ver.
Y la gran desazón de la protagonista es averiguar cuál es el maldito calificativo que le asignó Javier. ¿Cómo la vio él? Tal vez la esencia de su personalidad esté en ese adjetivo que él jamás le quiso desvelar.